viernes, 30 de diciembre de 2016

El Belén de Miguel



A Miguelito le encantó su primera Navidad.

Si le hubieran preguntado entonces, probablemente habría contestado, con la media lengua y los dos palmos con los que apenas se levantaba del suelo, que lo mejor de todo lo que había descubierto en esos días era el portal de Belén.

No tenía edad para preguntarse por qué ocurría aquello precisamente en esa fecha concreta, ni qué significado profundo arrastraban la estrella de purpurina ni el buey y la mula, que todavía se colocaban cerquita del niño. Pero lo que él podía decir es que una tarde, sin venir a cuento, sus padres le habían regalado el mejor de los escenario para jugar a sus juegos. 

Bien pensado, aquello que habían colocado con esmero en una zona céntrica del salón, era el paraíso para la imaginación de un niño: tierra de la de verdad para recrear la batalla de las tortugas ninja, un garaje de paja donde resguardar el Ferrari rojo del Scalextric que le adjudicó a San José… había sitio, pensaba con su cerebro práctico de niño soñador, hasta para las vías del tren, a las que había situado, en lo que llevaba de mañana, sobre un río de papel de plata con el que mamá envolvía los bocadillos de la guardería. 

De fondo, curiosamente, una música cansina que nunca antes había oído, repetía algo de unos peces que bebían y una burra que gritaba «ring ring» de forma estridente.

En un último juego, ya cerca del anochecer, el niño decidió colocar a todos aquellos personajes que nunca había visto en la tele, formando una fila, un frente común. Iban todos hombro con hombro: pastores, reyes y ángeles, sin distinción de razas ni de estatus social. 

Así se encontró su padre el portal de Belén al entrar en casa, con todos los miembros de frente, mirándolo fijo mientras cerraba la puerta de entrada. 

«¿Pero esto qué es?»...oyó Miguelito a su padre decir al pasar, «¿un portal de Belén o una manifestación de los astilleros?»


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