lunes, 27 de abril de 2015

La nota

Desde que decidí, hace ya tanto tiempo que ni siquiera sería capaz de recordar la fecha exacta, que quería estudiar Historia, reconozco que ha habido días en mi vida en los que me he arrepentido de haber tomado ese camino.
La mía es una profesión difícil, de eso no cabe duda. Supongo que debe serlo en cualquier parte del mundo, pero es evidente que se convierte en algo mucho más complicado en un país como España, un lugar donde está demostrado que la Historia y la Cultura, esas dos disciplinas que deberían escribirse con mayúsculas, no sirven muchas veces nada más que para dar quebraderos de cabeza a quien nos manda, para parar las obras del centro comercial por la inoportuna aparición de un yacimiento arqueológico, o para engrosar de forma descomunal la cola del paro a la que hay que disfrazar con estadísticas absurdas.
A menudo, cuando comparto reunión con los amigos que han conseguido eso que se llama "triunfar en la vida", cuando celebro ascensos y escucho hablar de viajes maravillosos que yo no podré permitirme nunca, me planteo no una, sino mil veces, cómo se me ocurrió creer que iba a ser capaz de ganarme la vida de manera estable con una profesión tan denostada, tan poco apoyada institucionalmente, tan dependiente de unas oposiciones que si hago cuentas, se han pasado congeladas o amañadas casi la mitad del tiempo que llevo en activo. Creo que ese es el peor de los momentos, es la hora en la que el espíritu se vuelve débil, y alguna vez, como en los pasajes bíblicos, también yo reniego de aquello en lo que creí de forma ciega.´
Lo que ocurre es que de repente llega un día, uno de esos en los que parece que la vida pasa sin dejarse notar, y un golpe de aire fresco mueve las cortinas del balcón del corazón. Una nota escrita por alguien en el siglo XVIII, un pequeño trozo de papel que probablemente nadie más que esa persona y tú ha leído desde hace más de doscientos años, un trozo autógrafo de la vida de alguien, aparece entre las páginas de un libro. Os puedo asegurar que entonces la adrenalina se dispara, las manos tiemblan y aquellas letras escritas a pluma con una tinta de color oscuro que casi traspasa el papel, se graban con buril en la tablilla de nuestra memoria, en ese lugar que debe existir en el cerebro, y que destinamos a inscribir los grandes acontecimientos. "A 25 de diciembre"...voy leyendo en el trozo de papel amarillento, mientras empiezo a poner en marcha en mi imaginación, el artículo que escribiré para dar forma y contar lo que aporta al mundo eso que alguien me cuenta.
Estoy convencida de que la Historia bien narrada es un maravilloso cuento de hadas. He podido comprobarlo a menudo. Muchas veces, en esas reuniones en las que comparto éxitos y celebro viajes, he notado que se hace el silencio cuando empiezo, despacito, a relatar el cuento, cuando voy desgranando la historia verdadera que sé de un barco que desapareció si dejar rastro, de una pareja que descansa abrazada en el Museo de mi pueblo, de un hombre que dejó una nota en un papel en 1767 para que yo hoy pueda leerla. 
Tengo que decir que entonces, como tantas otras veces, las aguas vuelven a su cauce y me reencuentro conmigo misma y con la ilusión que en realidad nunca perdí. Se me olvida la vergüenza de seguir dando tumbos laborales a esta edad y hago la cuenta matemática de todo lo que los sitios maravillosos en los que he trabajado me han aportado al espíritu. 
Es verdad, sé lo que estaréis pensando, todos lleváis razón en que esto de la Historia dinero no da. Pero, de verdad, no os podéis imaginar lo que ofrece en satisfacciones.

lunes, 6 de abril de 2015

Las palabras hirientes

Más de una vez -cada uno es como es, qué queréis que os diga- me entretengo en buscar en el diccionario el significado de las palabras hirientes.
Ando siempre preguntándome, porque todavía no he hallado la respuesta, si son ellas solas las que pueden mutilar el alma, o si al igual que los cuchillos de doble filo o los revólveres del oeste,  las palabras permanecen inofensivas mientras están inertes, e inocentes mientras las dejamos inanimadas.
Esa es la razón de mi búsqueda. Me apasiona encontrarlas allí, en el lugar donde nacieron, sin la contaminación lingüística de la frase de la que forman parte, ni el ruido de fondo del argumento que hace recaer en ellas su fuerza. Entonces, en ese momento de encuentro, me encanta el ejercicio de nombrarlas en alto, me apasiona comprobar la cadencia de su sonido y la negrura de su significado. 
Ignominioso, ruin, zafio...suenan hasta bonitas cuando se dicen al azar, sin pensar...lerda, desvergonzada...esas son peor sonantes, pero ni siquiera se acercan al daño que pueden infringir cuando van dentro de un párrafo.
Últimamente las redes sociales se están convirtiendo en un campo minado en el que todo vale. Cualquiera, al amparo del cristal de una pantalla, aprovecha ese momentito de gloria que le permite un comentario para zamparse a gusto, sobre todo con el "políticamente" contrario. Parece ser que ahí no hay reglas de cortesía ni se tiene en cuenta el decoro. 
Reconozco que cada vez me cuesta más entrar al hilo de una conversación de cualquier tema, pero sobre todo del político. Y es una pena, porque soy de las que creen que siempre hay que darle una oportunidad a las palabras. Desgraciadamente, han hecho que no me merezca la pena tanto insultador gratuito con los que me acabo topando, tanto agresor de lengua locuaz que deja claro lo que esconde en el oscuro rincón de donde sale su agravio. Nunca los bloqueo, es superior a mí. Creo en la democracia, en la libertad de expresión y no me gustan las leyes que nos amordazan. A veces, incluso les permito sembrar en mi cabeza la semilla del malestar. De un tiempo a esta parte son muchas las veces que callo, y eso me hace sentirme del grupo cobarde de los que otorgan. 
Espero que las aguas se calmen y los cauces devuelvan su sitio al río. Mientras tanto, hoy, como muchas tardes, voy a leer en alto la palabra "impresentable" en la I de mi diccionario.
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